Recuerdos de mi pueblo
 

1.- La vendimia.

Camino de las bodegasLas campanas tañeron por segunda vez esa mañana. El sol tímidamente dejaba ver sus primeros rayos, aún sin fuerza. Ya podíamos salir del pueblo en dirección a La Vega para empezar a vendimiar.

Dos horas antes, las campanas nos habían avisado que era el primer día de vendimia. Nos habíamos levantado para dar de comer a los machos. Mientras mi padre entonaba sus músculos con una copa de orujo, mi hermano y yo vestíamos de fiesta a los animales: arreos, borleos, campanillas y penachos. Para las caballerías era el día más importante; eran tan protagonistas como nosotros y debían ir más hermosas que ninguna otra en el pueblo. Por ello mi hermano y yo pasábamos mucho tiempo arreglándolas. Mi madre y mis hermanas se quedaban en casa preparándonos el almuerzo: patatas con bacalao y pimientos, todo un banquete para los vendimiadores.

Salimos del pueblo despidiéndonos del guarda del arco. Este mocetón se encargaba de vigilar que nadie saliera del pueblo antes de las campanadas. Durante más de un mes había estado en ese mismo puesto cuidando que nadie introdujese algún racimo sin permiso. El vino era nuestro principal recurso y había que impedir que nadie se aprovechara de los demás. Ni siquiera se podía llevar a casa un solo racimo cortado en la propia viña. También había guardas por todas las tierras, que las protegían de los amigos de lo ajeno.

Llegamos a la viña y empezamos a vendimiar. Cortábamos con alegría los primeros racimos, ya tan oscuros que sabíamos que el vino iba a tener los grados necesarios para venderlo bien. Por eso no se puede vendimiar todos los años en la misma fecha. Ese año se había portado bien y había traído el agua justa.

Una vez cortados los racimos los echábamos en los canastos. Una vez llenos, los llevábamos a los cestos de mimbre que estaban en el carro. Cada cesto pesaba alrededor de quince arrobas, lo cual era bastante a la hora de descargarlos.

Tras una agotadora jornada, a media mañana vimos venir a mis hermanas con los canastos en la cabeza, bien sujetos por el rodete y tapados con su mantel blanco. Ya casi podíamos oler el pucherete del manjar que nos habían preparado. De repente las vimos dejar en el suelo los canastos y salir corriendo. De la viña contigua a la nuestra, dos vendimiadores las perseguían, racimos en ristre, para darles el lagarejo. Mi hermano y yo nos armamos con los racimos más negros que había para hacer lo mismo con nuestras vecinas. Salimos corriendo tras ellas, y en un santiamén les dimos caza. Agarré a una de ellas, evidentemente la que me gustaba, y entre gritos y risas restregué el racimo en su cara con todas mis ganas. Cuando acabé su piel blanca se había ennegrecido y salpicado de pipas de uva.

ras la diversión del lagarejo nos sentamos a almorzar. Nos terminamos el pucherete de dos manguzadas, regado con el botarro de vino fresco. Mi hermano, con el carro ya lleno, salía hacia el lagar para descargar la uva en él. Mi padre y yo seguíamos nuestra tarea hasta la hora de comer, justo cuando volvía mi hermano con el carro. Todos juntos devoramos el cocido.

Por la tarde, nos fuimos todos a descargar los últimos cestos del día. A través de los portajones, los echamos en el lagar, todavía vacío, pero que una semana después se llenaría. Para que estuviera limpio, le habíamos dado la camisa: primero se enfoscaba de cal y luego se daba un baño de sebo.

Ya habíamos acabado la jornada de trabajo. Nos juntamos con los otros vendimiadores. Nosotros nos bastábamos para recoger nuestra uva; sin embargo, otras familias que tenían majuelos, necesitaban la ayuda de cuadrillas de vendimiadores. Los más pudientes llegaban a contratar hasta tres, con sus respectivas yuntas de animales.

Volvimos al pueblo, todos los mozos juntos, cantando, dispuestos a ir al baile esa noche. A mi no me dejaban entrar porque no tenía la edad, pero me colaba junto con mi cuadrilla. Había dos salones de baile: el del Tío Peseta y el de la Tía Macaria. Cuando mi padre era como yo, el baile era en la plaza, con los gaiteros del pueblo.

Así era el primer día de vendimias, y así pasamos la siguiente semana.


2.- La mostería.

Tornillo y viga de lagarDurante los quince días siguientes al último de vendimias, subimos a merendar a la bodega. A mi me gustaba asomarme al lagar para ver si salían los barracos. Cuando la espuma rezumaba por encima de los rampujos, era la señal de que el mosto estaba a punto. Se abría la boquilla para que cayera a la pila. Esos quince días era lo que se precisaba para que fermentase la uva junto con el ollejo, lo que permitiría al vino alcanzar el color tinto y la graduación alcohólica justos.

Habíamos echado la uva en el lagar junto con otras seis familias con las que compartíamos la propiedad del lagar. A nosotros nos correspondían doce carros, que era la proporción en que se divide cada lagar. Después de echarla, la habíamos pisado hasta dejar una masa líquida.

El siguiente paso, que a mí me resultaba bastante pesado, hasta llegar a la elaboración del mosto era construir el castillo. Sobre la uva ya pisada se ponían unos tablones que presionarían sobre la uva. Sobre estos, se colocaban las guías, los marranos, los sufridores y el puente, que sostenía la viga. Entre esta y la carga se ponían las espadas. Untábamos con jabón el husillo y le girábamos hasta que la piedra quedaba libre. El peso de la piedra que colgaba de la viga era lo que hacía que el castillo hiciera su tarea.

Una vez que dejó de salir mosto de la pila, bajamos la piedra para dar un corte a la uva y amontonarla sobre sí misma, para volver a prensarla con el mismo castillo de antes. En ese primer corte, mi padre con un hacha dejaba una calleja en la cual se veía la boquilla de salida del mosto.

El mosto fue trasegado a cubas de roble, que los toneleros habían montado dentro del cañón. Dentro de las cubas, el mosto se transformaba en vino. Mientras fermentaba era muy peligroso trabajar en la bodega: el tufo podía asfixiar a quien bajara. Por ello siempre se bajaba con un candil de petróleo encendido. Si la llama se apagaba salíamos deprisa, ya que era la señal de que el oxígeno se había consumido, aunque las bodegas tenían zarceras que servían de respiradero. Mi padre me contaba que, a pesar de estas precauciones, alguien había fallecido hacía un tiempo.

Cuando agotamos todo el mosto del lagar, subimos a recoger el orujo que quedaba en el lagar para venderlo a las alquitaras del pueblo, que fabricarían aguardiente y alcohol de 90 grados. Este se vendía incluso a algunos hospitales para uso medicinal.

 

3.- El vino.

El mes de enero del año siguiente el corredor vino a nuestra bodega. Este señor era quien, con una taza de plata, cataba el vino para saber su calidad. El Ayuntamiento concedía este cargo a un hombre que entendiese de vino para venderlo.

El corredor volvió un poco antes de San Isidro con su cuadrilla de jornaleros. Me gustaba verles sacar el vino de las cubas a los pellejos. Cuando lo llenaban lo ataban con una mano, ya que la otra sostenía el candil para poder ver dentro de la bodega. Subían los pellejos a los carros. Cada pellejo pesaba hasta diez arrobas.

Nuestro vino, el de todo el pueblo, era de los mejores de la comarca. Por ello venían a comprar el vino taberneros y comerciantes de muchas partes, incluso de lugares como la Sierra de Neila y de El Burgo de Osma. Mi abuelo me contaba que antaño se llegaron a producir 300.000 cántaros, llenándose el lagar hasta la viga varias veces.

El vino siempre había sido nuestro principal recurso, aunque ahora empezábamos a arrancar viñas para cultivar remolacha, cereal, ...

(M.C.G. - F.R.M.)
Información extraida del programa de fiestas de 1999.

Dedicatoria
A la memoria de el Cartero de mi pueblo
 

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