Pedro Fernández de Ormaechea
 

Aventuras de un maketo.

Año 1952.
Por Pedro Fernández de Ormaechea.

Seguro, que muchos de ustedes, saben quien es esta persona, pero puede que otros no.

Este señor, nació en Madrid el 21 de Abril de 1888, pasó su infancia en Vadocondes y en 1952, en California, escribió este libro.

Es una autobiografía, donde explica como viajo de España a Manila, a través de todo el oriente, y después a Nueva York, para regresar de nuevo a Filipinas, pasando por la Habana, San Francisco, Hawai y Japón... una novela vivida.

El principio del libro habla de Vadocondes, y como seria muy largo de escribir todo lo que dice de nuestro pueblo, copiaremos sólo algunos párrafos.

Después del ligero bosquejo hecho del pueblo de Vadocondes, me voy a permitir ampliar su descripción incluyendo sus alrededores, sus habitantes y sus costumbres, pues no en balde transcurrieron allí los primeros años de mi niñez, creciendo en aquel ambiente hasta la edad de15 años, siéndome grato recordarlo después de medio siglo.

El pueblo es amurallado, o sea protegido por una elevada muralla de piedra berroqueña, provista de grandes arcos de entrada; recuerdo que de estos arcos pendían a intervalos algunos eslabones de gruesa cadena, sujetos a unos mazacotes de hierro, muy oxidados, que sobresalían entre los intersticios de los enormes pilares que formaban la arcada; eran restos de las puertas de hierro que, en tiempos pasados, usaban para protegerse contra los invasores o para cerrar durante la noche y evitar así la entrada de malhechores que pudieran perturbar su tranquilidad.

Me imagino que en su tiempo debieron estas murallas ejercer eficazmente su acción defensora, pues tengo entendido que antiguamente no se concebía una población de mediana importancia que no dispusiera de su correspondiente muralla, y he leído que las hay fantásticas, como la de China, fue construida hace 22 siglos para proteger a todo un imperio. Parece que las armas modernas pueden vencer con facilidad a estos obstáculos; sin embargo en Manila teníamos la ciudad de intramuros, rodeada de una muralla muy espesa, que no consiguieron forzar los cañones americanos, en febrero de 1945, cuando trataron de desalojar a los japoneses allí atrincherados.

LA GENTE DE VADOCONDES Y SUS COSTUMBRES

La gente de Vadocondes podía muy bien clasificarse en cinco categorías:

Primero, los labradores propiamente dichos, con terrenos propios: la mayoría ni pobres ni ricos, pues cada familia vive en su propia casa, con corral, alguna huerta y tierras para labrar, casi todo viñedos y un poco para granos, trigo, etc... Estas familias, con sus hijos, trabajan sus campos y de eso viven; casi no necesitan dinero, pues lo único que compran es sal, alpargatas albarcas y alguna que otra herramienta, correas y cuerdas.

Los viejos suelen vestir pantalón y chaqueta de paño de color oscuro, con camisa blanca de tela gruesa, boina y bufanda en invierno; completa su atuendo una faja negra, mugrienta, algo floja por delante, para guardar allí el moquero, que es un pañuelo grande, de colorines, con el que se limpian el sudor.

Vadocondes era relativamente grande.

La principal cosecha, la que proporciona más ganancias, es la de la uva, o sea el vino. La tierra es muy buena para cultivar la vid, que da una uva negra, grande y dulce, que crece en cepas bajas, siendo preciso agacharse mucho para coger los racimos. Durante la vendimia se hartan de comer uvas, que no se venden.

La carretera principal, que cruza pueblos y provincias, no pasa por el casco urbano sino a cierta distancia, y es allí donde están situadas las bodegas, caserones viejos inhabitables, construidos especialmente para elaborar y guardar el vino; todas tienen un zaguán muy amplio, donde están los lagares, especie de tanques o tinas de piedra, similares a piscinas, porque, si se llenaran de agua, se podría muy bien nadar en ellos. En el otoño se llenan éstos de racimos de uvas, que son pisadas con los pies descalzos y el pantalón remangado hasta la rodilla, y ciertamente que no recuerdo si se lavaban los pies antes de pisarlas; lo que sí era cierto es que nadie se bañaba en invierno, y si alguien lo hacía en verano, era en el río.

A pesar de que en Vadocondes la cosecha de la uva es superior en importancia a la del trigo, no había que preocuparse por la venta del vino; su fama era tal, que los vinateros entendidos llegaban de lugares lejanos con sus carros, exclusivamente a comprarlo.

Las bodegas eran como su segundo pueblo, donde se congregaban los hombres casados más o menos viejos. Además del lagar, tenían estos enormes caserones de piedra unos subterráneos profundos, hechos a fuerza de pico y pala, y allí se conservaba el vino en grandes cubas de madera, conteniendo un vino que nada tiene que envidiar al de otros lugares. Es un vino con su propia fuerza natural, sin mezclas de ninguna clase: un simple zumo de uvas fermentado. El precio del vino en aquellos tiempos oscilaba entre dos y tres reales la cántara.

En el otoño, con la vendimia, ocurría el gran acontecimiento del pueblo: la fiesta anual, que se celebra el 27 de septiembre, en honor de San Cosme y San Damián. Se dice que eran hermanos y médicos de profesión. Como llegaron a ser santos no lo sé, supongo que harían milagros curando enfermos.

El pueblo no parecía tenerles mucha devoción, puesto que no se acordaban de ellos más que una vez al año. Estos santos tenían su ermita al otro lado del río Duero, bastante lejos del pueblo, que ese día acudía en masa hasta la ermita en procesión, y los dos santos eran llevados en andas hasta la iglesia parroquial.

Era costumbre bailar delante de los santos durante todo el recorrido de la procesión al son de la gaita y el tamboril. Y de esto se encargaban los mozos del pueblo. Era un trabajo fatigoso, pues había que bailar caminando hacia atrás, para no dar la espalda a los santos, pero los mozos se turnaban y lo hacían con mucho gusto. Para animar la fiesta, algunos mozos disparaban de cuando en cuando tiros al aire, con pistolas y trabucos construidos en el siglo XV.

A esta fiesta acudía gente de los pueblos cercanos, y la plaza se llenaba de tiendas ambulantes, donde se vendían chucherías y golosinas, entre las que se encontraban aquellas célebres almendras garrapiñadas. No recuerdo haber visto tiendas de licores ni borrachos. Por lo visto, aquella gente, no cambiaba su buen vino por ningún licor, y con razón; habiendo cordero asado y pan en abundancia, con su buen vino, no había que preocuparse por nada.

Información extraída del programa de fiestas de 1.998

 

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Pedro Fernández de Ormaechea

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